El tren estaba ahora ya en plena meseta castellana y su esqueleto de acero tintineaba monótono. La lamparilla estaba casi ahogada por su propia mecha ya carbonizada; y la brasa del cigarrillo en los labios del viejo, despierto siempre en su rincón, llenaba el compartimento de un silencio tan fino y penetrante como el humo azulado del tabaco dormido en el aire. Hubiera sido capaz de preguntar al viejo en qué iba pensando.




