Me enamoré de Xauen. No de la Xauen de los militares, con su Plaza de España y su campamento general, con sus cantinas y burdeles en borrachera eterna, con sus presuntuosos oficiales, con sus moros obsequiosos y falsos. Me enamoré de la otra Xauen, de la Misteriosa. Sus calles quietas en sombra, en las que repercute el eco de los borriquillos; su muecín salmodiando su plegaria en lo alto del minarete; sus mujeres tapadas y envueltas en la amplitud de las blancas telas que no dejan nada vivo en sus ropas fantasmales, más que la chispa de sus ojos; sus moros de la montaña, andrajosos en sus
  
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