Palomaleca

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nos sentamos en la arena. Era amarilla y fina, caliente como una piel humana. El mar y el cielo eran dos tonos distintos de un mismo azul suave que se fundían en un resplandor lejano, sin líneas que los dividiera. El mar quieto lanzaba a la playa ondas dormidas que llevaban granos de arena en sus crestas de cristal. La arena cabalgaba sobre las crestas alegremente como legión de enanitos traviesos, hasta que la onda se rompía sobre ellos con un chasquido leve y los dejaba alineados en hileras inmóviles, en rizos que eran la huella de los labios del mar.
La forja de un rebelde
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