nos íbamos al Peñón de Ifach, a casa de Miguel, a quien yo llamaba el Pirata, porque era como uno de aquellos piratas libres y cínicos, héroes de cuentos. Vendía vino y guisaba comidas en una choza, abierta a los cuatro vientos, que no consistía más que en grandes mesas de maderas de pino, bancos de lo mismo a lo largo de ellas y esteras de esparto colgadas de una armazón de palos, para proteger las mesas contra el sol. Decía que la idea de aquello la tenía de los bohíos de Cuba. Tenía los ojos azul-gris, la mirada lejana y la piel dorada. Ya había dejado de ser joven, pero era fuerte, lleno
  
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