Volvíamos a Madrid. El dolor sordo que se había apoderado de mí no me abandonaba. Delante de nosotros, como una especie de burla de la guerra y de los que luchaban, se desarrollaba el conjunto del paisaje español: la llanura de las salinas, deslumbrantes en su blancura, al borde del Mediterráneo azul; el bosque de palmeras de Elche sumergido en la calima de mediodía; las casas morunas, ciegas de ventanas y cegadoras en sus blancos de cal, tendidas en las dunas desnudas y amarillas, con ondulaciones de olas petrificadas; pinos y encinas nudosas agarrados desesperadamente entre rocas,
  
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