Delante de mí estaba Ángel con el uniforme típico de los milicianos, un mono azul encima de varias capas de jerséis llenos de rotos, un gorro con orejeras en cuyo frente estaba clavada una estrella roja de cinco puntas, un fusil en la mano y un enorme cuchillo envainado en la cintura; todo ello, y él también, lleno de barro seco, menos la cara alegre, partida en dos por una sonrisa de oreja a oreja:




