A nuestro alrededor, Madrid estaba sacudido por una exaltación febril: los rebeldes no habían entrado. Los milicianos se felicitaban unos a otros y a sí mismos en las tabernas, borrachos de vino y de fatiga, dando un escape a sus miedos y a sus excitaciones con unos cuantos vasos, antes de volver a la esquina o a la barricada improvisada que aún persistía. Aquel domingo, el interminable 8 de noviembre, desfiló por el centro de la ciudad una formación militar compuesta de extranjeros en uniforme, equipados con armas modernas: la legendaria Brigada Internacional, que había sido entrenada en
  
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