Viendo la máquina de vapor, podía uno imaginar lo que pensarán los hombres de dentro de mil años de nuestras concepciones mecánicas: una vieja máquina, con un volante disforme, semienterrada en la tierra y roja del orín de medio siglo, roída por viento, arena y gotas de agua; resquebrajada, rugosa, agrietada. Enterrada a medias como el esqueleto de un animal prehistórico que surge a la superficie; con sus bielas como brazos rotos y los restos del enorme pistón como el cuello de un gigante destruido y contrahecho por un cataclismo.




