Valencia volcaba sobre Madrid arroz y patatas, y los sindicatos se hacían cargo de estos envíos, cada organización apoderándose de cuanto podía y distribuyéndolo entre los restaurantes comunales que estaban bajo su control. Como almacenes comenzaron a utilizarse las iglesias desiertas, y el olor a cera e incienso se cambió pronto por el olor de tienda de comestibles sucia que cada atrio echaba en bocanadas a la calle.




