Estoy sentado sobre una piedra pulida por millones de gotas de agua de lluvia; pulida como un cráneo pelado. Es una piedra blancuzca llena de poros. Arde con el sol y suda con la humedad. Enfrente de mí, a treinta metros escasos, está la vieja higuera, con sus raíces retorcidas como venas de abuelo robusto, con sus ramas contorsionadas, repletas de hojas carnosas, tréboles carcomidos. Al otro lado del arroyo, salvando el barranco, trepando cuesta arriba, están los restos de la kábila.




