Después de todos, mi madre dice pausadamente: —Sí. Tener hijos es un placer que se paga bien caro. Entonces es la visión tumultuosa de la casa de los tíos, y de la ropa sucia, y de las manos picadas de lejía y de su aguantar callado y humilde, siempre con una sonrisa en la boca. Los besos en la cocina y tras las cortinas del Café Español. El pelear con los céntimos. El dejarse caer fatigada en una silla. El hundir sus dedos en mis pelos revueltos, mi cabeza en sus rodillas. Todo esto se viene de golpe y me quita la razón. No los gritos, ni las protestas de los otros que chillan y discuten.




