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«Cada quien es dueño de su propia muerte, y lo único que podemos hacer, llegada la hora, es ayudarlo a morir sin miedo ni dolor».
Ella lo había acompañado hasta muy pocas horas antes de la muerte, como lo había acompañado durante media vida con una devoción y una ternura sumisa que se parecían demasiado al amor,
Además, la clandestinidad compartida con un hombre que nunca fue suyo por completo, y en la que más de una vez conocieron la explosión instantánea de la felicidad, no le pareció una condición indeseable.
No sólo lo sabía, confirmó ella, sino que lo había ayudado a sobrellevar la agonía con el mismo amor con que lo había ayudado a descubrir la dicha.
—Recuérdame con una rosa —le dijo.
No iba a derramar una lágrima, no iba a malgastar el resto de sus años cocinándose a fuego lento en el caldo de larvas de la memoria, no iba a sepultarse en vida a coser su mortaja dentro de estas cuatro paredes como era tan bien visto que lo hicieran las viudas
Ni él ni ella podían decir si esa servidumbre recíproca se fundaba en el amor o en la comodidad, pero nunca se lo habían preguntado con la mano en el corazón, porque ambos preferían desde siempre ignorar la respuesta.
Pero si algo habían aprendido juntos era que la sabiduría nos llega cuando ya no sirve para nada.
En realidad no había transcurrido una semana, como él decía para agravarle la culpa, pero sí tres días imperdonables, y la furia de sentirse sorprendida en falta acabó de sacarla de quicio.
A los ochenta y un años tenía bastante lucidez para darse cuenta de que estaba prendido a este mundo por unas hilachas tenues que podían romperse sin dolor con un simple cambio de posición durante el sueño, y si hacía lo posible para mantenerlas era por el terror de no encontrar a Dios en la oscuridad de la muerte.
Alcanzó a reconocerla en el tumulto a través de las lágrimas del dolor irrepetible de morirse sin ella, y la miró por última vez para siempre jamás con los ojos más luminosos, más tristes y más agradecidos que ella no le vio nunca en medio siglo de vida en común, y alcanzó a decirle con el último aliento: —Sólo Dios sabe cuánto te quise.
Le rogó a Dios que le concediera al menos un instante para que él no se fuera sin saber cuánto lo había querido por encima de las dudas de ambos, y sintió un apremio irresistible de empezar la vida con él otra vez desde el principio para decirse todo lo que se les quedó sin decir, y volver a hacer bien cualquier cosa que hubieran hecho mal en el pasado.
Le bastó con un interrogatorio insidioso, primero a él y después a la madre, para comprobar una vez más que los síntomas del amor son los mismos del cólera.
Contéstale que sí —le dijo—. Aunque te estés muriendo de miedo, aunque después te arrepientas, porque de todos modos te vas a arrepentir toda la vida si le contestas que no.
Aun en sus últimos años había de evocar aquel viaje, cada vez más reciente en la memoria, con la lucidez perversa de la nostalgia.
Ya no pensaba en él como el novio imposible, sino como el esposo cierto a quien se debía por entero.
Era todavía demasiado joven para saber que la memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y que gracias a ese artificio logramos sobrellevar el pasado.
No se daba cuenta ella misma de que cada paso suyo desde la casa hasta el colegio, cada sitio de la ciudad, cada instante de su pasado reciente no parecían existir sino por gracia de Florentino Ariza. Hildebranda se lo hizo notar, pero ella no lo admitió, porque nunca hubiera admitido la realidad de que Florentino Ariza, para bien o para mal, era lo único que le había ocurrido en la vida.
Despertó mucho antes del amanecer, exhausta, y permaneció despierta con los ojos cerrados pensando en los años innumerables que todavía le faltaban por vivir.
Siempre era así: cualquier acontecimiento, bueno o malo, tenía alguna relación con ella.
Esa suposición lo desgarró, pero no hizo nada por reprimirla, sino todo lo contrario: se complació en el dolor.
siempre fue sin pretensiones de amar ni ser amada, aunque siempre con la esperanza de encontrar algo que fuera como el amor, pero sin los problemas del amor.
como el hijo mayor, que uno se pasa la vida trabajando para él, sacrificándolo todo por él, y a la hora de la verdad termina haciendo lo que le da la gana».
pero mientras ella lo besaba por primera vez estaba seguro de que no habría ningún obstáculo para inventar un buen amor.
los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga otra vez y muchas veces a parirse a sí mismos.
Lo único que me duele de morir es que no sea de amor.
ni con la imagen que pintaba su madre, transfigurada por el amor,
un hombre sabe cuándo empieza a envejecer porque empieza a parecerse a su padre.
Pero después ya no pudo decir si su costumbre de fornicar sin esperanzas era una necesidad de la conciencia o un simple vicio del cuerpo.
le enseñó lo único que tenía que aprender para el amor: que a la vida no la enseña nadie.
Pero sabía, más por escarmiento que por experiencia, que una felicidad tan fácil no podía durar mucho tiempo.
descubrió con un grande alborozo que los hijos no se quieren por ser hijos sino por la amistad de la crianza.
Se atrevió a decirse que tal vez hubiera sido feliz con él, sola con él en aquella casa que ella había restaurado para él con tanto amor como él había restaurado la suya para ella, y la simple suposición la asustó, porque le permitió darse cuenta de los extremos de desdicha a que había llegado.
Era él, tal como ella lo veía: la sombra de alguien a quien nunca conoció.
ella no lloraba con facilidad por ningún dolor del cuerpo o del alma. Sólo lloraba por una rabia grande, más aún si ésta tenía origen de algún modo en su terror de la culpa, y entonces le daba más rabia cuanto más lloraba, porque no lograba perdonarse la debilidad de llorar.
Poco antes del final, con un destello de júbilo, se dio cuenta de pronto de que nunca había estado tanto tiempo tan cerca de alguien a quien amaba tanto.
Aquí se hacen nuevas constituciones, nuevas leyes, nuevas guerras cada tres meses, pero seguimos en la Colonia.
se puede estar enamorado de varias personas a la vez, y de todas con el mismo dolor, sin traicionar a ninguna.
Sin embargo, llegada la hora, no se sintió sacudido por la conmoción de triunfo que tantas veces había previsto en sus insomnios,
y se volvió a morder la lengua para que no se le saliera la verdad por las tantas goteras que tenía en el corazón.
vagaba a la deriva, preguntándose angustiada quién estaba más muerto: el que había muerto o la que se había quedado.
no lograba eludir la presencia del marido muerto: por donde quiera que iba, por donde quiera que pasaba, en cualquier cosa que hacía tropezaba con algo suyo que se lo recordaba.
dejaron el alivio de haber cometido a conciencia el acto más indigno de su larga vida.
No podía evitarlo: siempre que se encontraba al borde del cataclismo, le hacía falta el amparo de una mujer.