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Estoy en un punto en el que no puedo ser la que siempre soy ni convertirme en la que podría ser.
Me siento sin palabras, pero esta es una casa nueva y necesito palabras nuevas.
–Donde hay secretos –dice–, hay vergüenza, y la vergüenza es algo de lo que podemos prescindir.
Apenas lo dice, me doy cuenta de que es como todos los demás y deseo volver a casa para que todas las cosas que no entiendo sean como siempre son.
Ninguna de nosotras habla, del mismo modo en que la gente, a veces, cuando está feliz no habla. Apenas pienso eso, me doy cuenta de que lo contrario también es verdad.
Esta agua está fría y limpia como ninguna otra que haya probado antes: tiene el gusto de mi padre yéndose, de él nunca habiendo venido, de no tener nada después de que él se fuera.
Trato de recordar otro momento en que me haya sentido así y me pongo triste porque no puedo acordarme, y feliz, también, porque no me acuerdo.
Todo se transforma en otra cosa, se convierte en alguna versión de lo que antes fue.
Kinsella me lleva de la mano. Apenas me la agarra, me doy cuenta de que mi padre jamás me agarró de la mano y una parte de mí quiere que Kinsella me deje ir para no sentir eso. Es una sensación difícil, pero a medida que caminamos me voy tranquilizando, dejando que las diferencias que hay entre mi vida en casa y la que tengo aquí coexistan.
Muchos hombres han perdido mucho solo por haber dejado pasar una oportunidad perfecta de callarse.
Tal vez la vuelta le dé algún sentido a la ida.

