Cuando entró, enceguecido, sólo alcanzó a ver el bulto blanco de la cama y un resplandor azulado que salía de una lámpara velada con un pañuelo de gasa. Adentro hacía mucho calor. Su padre estaba tendido boca arriba y respiraba con un jadeo angustioso, los labios despellejados por la fiebre. —Llegaste —dijo. Emilio se acercó y tanteó la tela áspera del cubrecama hasta encontrar la mano de su padre, helada, quebradiza, como hecha de papel. —Ves cómo estoy —dijo su padre con voz apagada, tratando de sonreír. —No hablés, papá, descansá —dijo Emilio. —Es tan ridículo todo esto —dijo su padre—. Tan
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