Cruzaron un parque con árboles flacos y canteros de piedra y al fondo apareció una bruma serena que parecía licuarse contra el horizonte. —Ahí está el mar —dijo la mujer, con la cara pegada al cristal de la ventanilla. Cuando entraron en la terminal eran las siete de la mañana. Lloviznaba suavemente; en el andén el aire estaba quieto y helado. —Va a seguir lloviendo —dijo ella mientras cruzaban la estación vacía—. ¿Nos vemos luego? —No voy a poder —dijo él. —¿Por qué? Te doy mi dirección. Pero qué frío hace acá. ¿Tenés algo para anotar? Se habían detenido al pie de una escalera, frente a la
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