Perdido en el hall de la estación semivacía, Emilio Renzi mira los andenes mal iluminados, la luz amarillenta que se extravía en la oscuridad. Frágil, envejecido, viste un abrigo negro que lo empalidece, acentuando su aire torvo y abstraído. Faltan quince minutos para la salida del ómnibus; detrás de los cristales empañados los árboles de Plaza Constitución se disuelven en la neblina. Todo es lejano, vagamente irreal, como si siempre hubiera estado en ese hall esperando para viajar, como si hiciera años que hubiera recibido el llamado. Iba a llegar a la mañana siguiente; hasta entonces no
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