Era más bien un hombre para boxear entre livianos, a lo sumo con algún peso welter; de todos modos, inexplicablemente y en una especie de traición que lo llevaba al desastre, su cuerpo estricto como un junco siempre pasaba los noventa kilos aunque él se matara de hambre. No llegó a ningún lado y nunca tuvo otra virtud que la pureza de su estilo, una loca obstinación para asimilar el castigo, un empecinamiento, un orgullo que lo obligaba a seguir en pie y arremetiendo aunque estuviera destrozado.

