En la calle el aire está sucio, licuado en una niebla turbia. En la otra vereda han prendido las luces del bar y una claridad lechosa brilla en las hendijas que dejan las cortinas mal cerradas. Emilio no se decide a cruzar y empieza a caminar pegado a la pared, con la lluvia en contra, protegido por la ochava de los edificios. Lúcido, temblando de frío, imagina el cuerpo de su padre tendido entre las flores en un salón vacío de pisos encerados; sentada en una silla, sola, la mujer vestida de fiesta llora bajo la luz enfermiza. Las llantas de los automóviles hacen un ruido suave en el cemento
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