Me asombró que las montañas, a pesar de todo su poder, no fueran más fuertes que el apego por mi padre. No podían acabar con mi capacidad de amar. Sentí un instante de tranquilidad y claridad y, en ese estado de lucidez mental, descubrí un secreto sencillo pero asombroso: la muerte tenía un antagonista, si bien no se trataba simplemente de la vida. Tampoco se trataba del coraje, ni de la fe, ni de la voluntad humana, sino de lo contrario a la muerte: el amor. ¿Cómo había podido pasarlo por alto? ¿Cómo podía alguien obviarlo? El amor es nuestra única arma.