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—Sólo un cojudo quiere irse antes de que le toque
Le Pérou! Ahí estaba: inmenso, misterioso, verdegrís, pobrísimo, riquísimo, antiguo, hermético.
«No nos distancia una raza sino una cultura»,
—Yo me creo cualquier cosa, mi cabo. A mí la vida me ha vuelto el hombre más crédulo del mundo.
—¿Eres muy religioso? ¿Muy católico? ¿No puedes aceptar que un hombre y una mujer hagan ciertas cosas? ¿Fue por eso del pecado que lo mataste, Carreñito? —Yo me sentía feliz, teniéndola tan cerca —cantaba su adjunto—. La boca bien cerrada, quietecito, oyendo cómo sufría el camión al subir la Cordillera, me aguantaba las ganas de besarla.
—La verdad, hay que tener poco cacumen para hacerse guardia civil —murmuró Lituma—. Ganas miserias, nadie te traga, y estás en primera fila para que te vuelen a dinamitazos.
—Los hombres lloran también, cuando hace falta —continuó Lituma—. Así que no te avergüences. Las lágrimas no vuelven marica a nadie.
—Si eso no termina en cache, te pego —le advirtió Lituma.
—Te enamoraste de mí —afirmó Mercedes, entre enojada y compadecida—. Ya voy entendiendo. Los hombres, cuando se enamoran, hacen cualquier locura. Las mujeres somos más frías.
—Por mí, que el mundo se la pase cachando y divirtiéndose
—Si pagan cupos, ¿por qué los asaltan? —dijo Lituma. —Eso es lo que nos preguntamos todos —asintió Francisco López—. No hay lógica.
—No sé por qué hace usted un trabajo tan peligroso, entonces —comentó un pasajero que hasta ahora no había hablado. —Por la misma razón que viajan ustedes a Lima por tierra, sabiendo que es peligroso —dijo el chofer—. Por necesidad.
—Los huancas eran unas bestias, Escarlatina —alegaba Pichín, examinando su copa al trasluz como temiendo que se hubiera zambullido en ella algún insecto—. Y también los chancas. Tú mismo nos contaste las barbaridades que hacían para tener contentos a sus apus. Eso de sacrificar niños, hombres, mujeres, al río que iban a desviar, al camino que iban a abrir, al templo o fortaleza que levantaban, no es muy civilizado que digamos. —Ahí en Odense, cerca del barrio en que yo vivo, una secta de satanistas asesinó a un anciano clavándole alfileres, como ofrenda a Belcebú —se encogió de hombros el
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—¿Qué tiene el Perú que despierta esas pasiones en algunos extranjeros? —se asombró Bali—. No nos lo merecemos. —Es un país que no hay quien entienda —se rió Escarlatina—. Y no hay nada más atractivo que lo indescifrable, para gente de países claros y transparentes como el mío.
—No lo hacían por crueldad, sino porque eran muy religiosos —le explicó—. Era su manera de mostrar su respeto a esos espíritus del monte, de la tierra, a los que iban a perturbar. Lo hacían para que no tomaran represalias contra ellos. Para asegurar su supervivencia. Para que no hubiera derrumbes, huaycos, para que el rayo no cayera y los quemara ni se desbordaran las lagunas. Hay que entenderlos. Para ellos no había catástrofes naturales. Todo era decidido por una voluntad superior, a la que había que ganarse con sacrificios.
Algo grave está pasando en este país, Tomasito —irrumpió de nuevo Lituma—. ¿Cómo va a ser posible que toda una barriada de Lima se atolondre con semejante bola? Unos gringos metiendo en autos lujosos a niños de cinco años para sacarles los ojos con bisturíes ultradinámicos. Que haya locas que digan eso, por supuesto. Lima también tendrá sus doñas Adrianas. Pero que toda una barriada se lo crea y los pobladores se lancen a sacar a sus hijos del colegio y se pongan a buscar forasteros para lincharlos, ¿no te parece increíble?
—Los diablos y la locura adueñándose del Perú y tú dale que dale con esa hembrita. Es cierto, no hay nadie tan egoísta como un enchuchado, Tomasito.
¿Cómo era posible que esos peones, muchos de ellos acriollados, que habían terminado la escuela primaria por lo menos, que habían conocido las ciudades, que oían radio, que iban al cine, que se vestían como cristianos, hicieran cosas de salvajes calatos y caníbales? En los indios de las punas, que nunca pisaron un colegio, que seguían viviendo como sus tatarabuelos, se entendería. Pero en estos tipos que jugaban cartas y estaban bautizados, cómo pues.
«Los piuranos somos huesos duros de roer», pensó.
—Este país es muy peligroso para fiarse de los bancos, la mejor caja fuerte es el colchón.
—No se puede decir señores apus —lo amonestó Dionisio—. Porque apu quiere decir señor en quechua. Y toda repetición es una ofensa, señor cabo, como dice el vals.
A los dos nos atrajo siempre el peligro. ¿No representa la verdadera vida, la que vale la pena? En cambio, la seguridad es el aburrimiento, es la imbecilidad, es la muerte.
Bailando y bebiendo, no hay indios, mestizos ni caballeros, ricos ni pobres, hombres ni mujeres. Se borran las diferencias y nos volvemos como espíritus: indios, mestizos y caballeros a la vez; ricos y pobres, mujeres y hombres al mismo tiempo.
El que no pone a dormir su pensamiento, el que no se olvida de sí mismo, ni se saca las vanidades y soberbias ni se vuelve música cuando canta, ni baile cuando baila, ni borrachera cuando se emborracha. Ése no sale de su prisión, no viaja, no visita a su animal ni sube hasta espíritu. Ése no vive: es decadencia y está vivomuerto.