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Al parecer no tenía guión, ni siquiera notas. Su expresión reflejaba indignación, orgullo, soberbia, ira, pero jamás duda. Castro vivía en un universo de certezas.
—Desprecias los trabajos que realizan la mayoría de las personas. Eres diferente, eres un rebelde. Bien. Los rebeldes pagan un precio. Tarde o temprano tendrás que aprenderlo. Eso es todo.
Dimka se preguntó qué debía de sentirse al haber amado a una mujer durante medio siglo y perderla de pronto, en lo que dura un latido. —Qué afortunado he sido de tenerla. Qué afortunado… —no dejaba de repetir Grigori.
—¿Qué quieres? Dave no contestó de inmediato. Su padre solía decir que solo porque alguien hiciera una pregunta no significaba que hubiera que responder. Lo había aprendido en política.
Los burócratas norteamericanos eran tan exasperantemente incompetentes como cualesquiera otros, e igual de capaces de causar un sinfín de problemas innecesarios. Era mejor fingir que se los tomaba uno en serio, como un semáforo rojo en un cruce desierto.
«Todos los hombres cometen errores», dijo el filósofo griego Sófocles. «Pero un hombre bueno cede cuando sabe que se ha equivocado, y repara el mal que ha hecho. El único pecado es el orgullo.»
—No lo sé, la verdad es que no lo he pensado —contestó con voz débil. Antes de ese día podría haberle dicho que el pasado ya no le importaba, pero de algún modo las preguntas de Beep estaban despertando un dolor latente en lo más hondo de su ser—. ¿Qué implicaría el hecho de perdonaros?
—Antes de que me contestes, deja que te diga otra cosa —añadió—: si no quieres que lo haga, no lo haré. Sin discusiones, sin lamentos, sin reproches. Somos una pareja, un equipo, y eso significa que ninguno tiene derecho a cambiar nuestra vida en común de forma unilateral.
pero había algo forzado en el afecto que Odo mostraba por Karolin y Alice; como si al quererlas estuviera haciendo una buena obra. Lili creía que el amor debía ser una pasión imposible de controlar, no un deber moral.
Sin embargo, toda la frontera estaba fortificada por doscientos cuarenta kilómetros de valla electrificada para impedir que nadie escapara del paraíso de los trabajadores.
Desde que se habían casado, las frecuentes y crispadas discusiones, por lo general sobre el cuidado del niño, habían ido minando poco a poco el amor que se profesaban. Vivían juntos, se ocupaban de su hijo y se dedicaban a sus carreras. ¿Se querían? George ya no estaba seguro.
Desde Berlín hasta Vladivostok, el imperio soviético era un cenagal en el que sus habitantes luchaban y con frecuencia se hundían, pero nunca progresaban.
Si algún día un hombre se le declaraba, Lili no quería que lo hiciera por cariño o amabilidad; tendría que desearla tanto que le costara quitarle las manos de encima. Ese sí era un buen motivo para proponer matrimonio.
Si los alemanes y los estadounidenses sabían apreciar la liberalización de la URSS y trabajaban para potenciar el cambio, tal vez Gorbachov consiguiera llegar a algo. Pero si los buitres de Bonn y de Washington la consideraban una debilidad y efectuaban movimientos amenazadores o agresivos, la élite de dirigentes soviéticos volvería a refugiarse en el caparazón del comunismo ortodoxo y la militarización excesiva.
Quizá la incompetencia de la campaña comunista fuera algo previsible, pensó Tania. Al fin y al cabo, la idea de ir quitándose la gorra para saludar a los transeúntes y decirles «Por favor, vótenme» resultaba totalmente ajena para la élite gobernante polaca.
Es la gloria del tiempo zanjar riñas de reyes, descubrir los embustes, y desvelar verdades, poner su sello eterno sobre lo que envejece,