¿Dónde residía el poder de un metal que no podía ser comido, bebido o tejido, y que era demasiado blando para utilizarlo para producir herramientas o armas? Cuando los nativos preguntaron a Cortés por qué los españoles tenían tal pasión por el oro, el conquistador contestó: «Tenemos yo y mis compañeros mal de corazón, enfermedad que sana con ello».[1]