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Juego al tenis para ganarme la vida, aunque odio el tenis, lo detesto con una oscura y secreta pasión, y siempre lo he detestado.
Dejo que crea que la multitud nos vitorea a los dos. Y entonces salgo yo. Ahora, los vítores se triplican. Baghdatis se vuelve y se da cuenta de que los primeros vítores eran para él, pero que éstos son para mí, lo que lo obliga a revisar sus expectativas y a reconsiderar lo que le espera. Sin golpear ni una sola pelota, he conseguido alterar enormemente su sensación de bienestar. Un truquito de veterano. De gato viejo.
Durante el cambio de campo, miro a Baghdatis, que se ha sentado. Craso error el suyo. Un error de juventud. Cuando uno tiene un calambre, no debe sentarse nunca. No hay que decirle nunca al cuerpo que es hora de descansar para después añadir: «¡Era broma!».
Mi padre dice que si devuelvo 2.500 pelotas al día, devolveré 17.500 pelotas a la semana, y al acabar el año habré devuelto casi un millón. Mi padre cree en las matemáticas. Los números, dice, no engañan. Un niño que devuelva un millón de pelotas al año será invencible.
He interiorizado a mi padre –su impaciencia, su perfeccionismo, su rabia– hasta que su voz no sólo suena como la mía, sino que es la mía. Ya no necesito que mi padre me torture. A partir de ese día, eso puedo hacerlo yo solito.
En cualquier caso, lo del señor Brown es distinto, y no sólo porque los ahorros de mi familia dependen del resultado. El señor Brown le ha faltado el respeto a mi padre, y él no puede tumbarlo a golpes. Me necesita a mí para que lo haga por él. Así pues, este partido no va a ser sólo una cuestión de dinero. Va a ser una cuestión de respeto, hombría y honor… contra el mejor jugador de fútbol americano de todos los tiempos. La verdad es que preferiría jugar la final de Wimbledon. Contra Nastase. Con Wendi de recogepelotas.
No mucho después de derrotar al señor Brown, juego un partido de práctica con mi padre en Caesars. Voy ganando 5-2, saco yo, y si gano el juego gano el partido. Nunca le he ganado a mi padre y, por su aspecto, se diría que está a punto de perder mucho más que diez mil dólares.
No quiere acabar el partido. Prefiere huir que perder contra su hijo. Yo, internamente, sé que ésa es la última vez que jugamos juntos.
Mientras recojo la bolsa y meto la raqueta en la funda, siento una emoción mayor de la que sentí tras derrotar al señor Brown. Ésa es la victoria más dulce de mi vida y me resultará difícil superarla. Si me dan a escoger entre ganar una carretilla llena de dólares de plata –con las joyas de mi tío Isar encima–, o ganar a mi padre, me quedo con lo segundo, porque gracias a esta victoria he conseguido al fin que mi padre se aleje de
hay muchas cosas buenas esperándote al otro lado del cansancio. Cánsate, Andre. Porque ahí es donde llegarás a conocerte a ti mismo. Al otro lado del cansancio.
las victorias no nos hacen sentir tan bien como mal nos hacen sentir las derrotas, y las buenas sensaciones no duran tanto como las malas. Con gran diferencia.
Me aterra la idea de estar tumbado en la cama, inconsciente, mientras alguien me abre la muñeca con la que me gano la vida. ¿Y si ese día está distraído? ¿Y si no está donde tiene que estar? Yo lo veo en la pista de tenis constantemente… la mitad de las veces me ocurre a mí. Aunque ocupo una de las diez primeras posiciones del ranking mundial, hay días en que parezco un aficionado. ¿Y si mi cirujano es el Andre Agassi de la medicina? ¿Y si ese día no juega como un profesional? ¿Y si está borracho o drogado?
Deja de intentar noquear a tu rival –prosigue–. Deja de ponerte el listón tan alto. Lo único que tienes que hacer es mostrar solidez. En individuales, en dobles, ve un paso más allá. Deja de pensar en ti y en tu propio juego, y ten en cuenta que ese tío que hay al otro lado de la valla tiene sus puntos débiles. Ataca esas debilidades. No tienes por qué ser el mejor jugador del mundo cada vez que sales a la pista. Te basta con ser mejor que ese tío en concreto. En lugar de ser TÚ el que triunfe, consigue que sea ÉL el que fracase. Mejor aún, DEJA que fracase. Todo tiene que ver con
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Me sé de memoria la canción We Go Together, y de hecho la he recitado de cabo a rabo, sin inmutarme, provocando la carcajada general, en el Late Show de David Letterman.
Dejo el reportaje. Lo vuelvo a hojear. No quiero leerlo. Pero debo hacerlo.
Brooke me lleva a un restaurante en Manhattan cuya sala exterior es más pequeña que una cabina telefónica, pero que cuenta con un comedor interior espacioso, cálido, pintado en tonos amarillos: Campagnola. Me gusta cómo lo pronuncia ella, cómo huele el sitio, cómo nos sentimos al entrar desde la calle. Me gusta la foto de Sinatra firmada por él que hay junto al guardarropa.
Es mi restaurante favorito en Nueva York, me dice Brooke, así que yo también lo adopto como mi favorito.
Ayudar a Frankie me proporciona más satisfacciones y me hace sentir más vinculado y vivo, más yo mismo que cualquier otra cosa de las que me ocurren en 1996. Me digo a mí mismo: recuerda esto. Quédate con esto. Ésta es la única perfección que existe, la perfección de ayudar a los demás. De lo que hacemos, esto es lo único con un valor o con un sentido duraderos. Ésta es la razón por la que estamos aquí. Para hacernos sentir seguros los unos a los otros.
No hay moros en la costa. Pienso en esa frase de Top Gun que dice: «Lo tenía a tiro, no había peligro y disparé». Dejo
Ella tira de mí para que me ponga en pie. Yo la beso y pienso: ojalá me lo hubiera pensado mejor. ¿Es ésta la persona con la que Andre Kirk Agassi se supone que va a pasar los próximos noventa años de su vida? Sí –dice ella–. Sí, sí, sí. Espera, pienso yo. Espera, espera, espera.
The Ivy.
Nuestras mejores intenciones se ven a menudo obstaculizadas por fuerzas externas, fuerzas que nosotros mismos pusimos en marcha hace mucho tiempo. Las decisiones –sobre todo las equivocadas– crean su propio impulso, y a veces cuesta mucho frenar ese impulso, como sabrá todo atleta. Incluso cuando prometemos cambiar, incluso cuando lamentamos y nos arrepentimos de nuestros errores, el impulso de nuestro pasado sigue arrastrándonos hacia abajo, por el camino del error.
El impulso gobierna el mundo. El impulso dice: un momento, no tan deprisa, aquí todavía mando yo. Como a un amigo mío le gusta decir, citando un poema griego antiguo: las mentes de los dioses eternos no se cambian de pronto.
nuestra misión en la vida. Pero también debemos cuidar de nosotros mismos, lo que significa que debemos ser cuidadosos con nuestras decisiones, cuidadosos en nuestras relaciones, cuidadosos con nuestras manifestaciones. Debemos vivir nuestra vida cuidadosamente para evitar convertirnos en víctimas.
Le gustaba, sobre todo, Tolstói.
Me han vitoreado miles de personas, me han abucheado miles de personas, pero nada sienta peor que unos abucheos que suenan en el interior de tu cabeza diez minutos antes de que te quedes dormido.
Vamos en coche a uno de nuestros locales favoritos, Matsuhisa, y nos sentamos en la barra. Ella pide sake. Yo me muero de hambre y pido todos mis platos favoritos. El sashimi de atún, el enrollado de cangrejo, pepino y aguacate. Brooke suspira.
Tu matrimonio no es perfecto, precisamente, ni siquiera estás seguro de por qué te casaste, ni de si querías casarte, así que, ¿por qué te hunde tanto pensar que puede haber terminado?
«Porque no soportas perder. Y un divorcio es una derrota severa.»
He jugado siete veces la final de un Grand Slam y nunca me he sentido como hoy.
Me ato las zapatillas muy deprisa. Saco una raqueta de la bolsa y camino hacia la pista. Entonces, de manera instintiva, me quito la camiseta. Soy consciente de que es un gesto patético, pero es que estoy desesperado. Steffi me mira y, casi imperceptiblemente, se muestra sorprendida. Gracias, Gil.
Seis años son muchos años. Sí, dice ella. Lo son. Si no avanzas, retrocedes. Yo eso ya lo he vivido.
Ella no dice nada. Pero es precisamente su silencio lo que me hace saber que he tocado un tema sensible.
Voy a Montreal y me abro paso hasta la final, que juego contra un español jovencísimo del que habla todo el mundo: Rafael Nadal.
No consigo descifrarlo. Nunca había visto a nadie moverse así en una pista de tenis.
Cuando Blake me abraza sobre la red, los dos sabemos que he conseguido algo especial. Pero yo lo sé mejor que él, porque he jugado ochocientos partidos más que él. Y éste es distinto a todos los demás. Nunca me había sentido tan intelectualmente consciente, nunca había sentido la necesidad de ser intelectualmente consciente, y siento cierto orgullo intelectual ante el producto resultante. Querría estamparle mi firma. Cuando ya
Estás loco, dice. Yo me río. Ha sido increíble, dice. Te has superado a ti mismo. Sí, amor, me he superado. Me tiendo en el suelo, junto a la cama, intento conciliar el sueño, pero no dejo de repetir el partido mentalmente. Oigo su voz en la oscuridad, por encima de mí, como la de un ángel. ¿Cómo te sientes? Ha sido una manera bastante interesante de pasar la tarde. En semifinales he de enfrentarme a Robby Ginepri, un joven georgiano del que se habla mucho.
Nadal es una bestia, un fenómeno, una fuerza de la naturaleza, el jugador más fuerte y a la vez más grácil que he visto en mi vida.

