More on this book
Community
Kindle Notes & Highlights
—¿Sabes qué? —dijo Ferron, sacándola de sus pensamientos—. Cuando me dijeron que te traerían aquí, estaba deseando quebrar tu voluntad. —Negó con la cabeza—. Pero creo que será imposible superar lo que te has hecho a ti misma.
Siempre empezaba tocándole la palma de las manos, con cuidado de no doblarle las muñecas o moverle los grilletes, y, luego, iba subiendo hasta alcanzar la punta de cada dedo, nudillo a nudillo. Los masajes hacían que le temblaran menos las manos, así que no opuso resistencia, pero se convenció a sí misma de que no era algo que le resultara agradable.
—Quédate conmigo…, por favor…, quédate conmigo. La luz se hizo más intensa y
una sensación de lo más extraña se adueñó de Helena. Fue como si una chispa prendiera en su interior, una chispa que le resultaba familiar, pese a que estaba segura de no haber experimentado nada igual antes. Esa constante tirantez que notaba en el pecho, como si de una cuerda a punto de romperse se tratara, desapareció poco a poco.
Una sanadora y un asesino, acechándose, atrapados en un inevitable tira y afloja.
—No te preocupes. Siempre volveré a ti.
Te irías ahora si pudieras hacerlo? Sus ojos se encendieron con pasión. —Si es contigo, sí. Helena se obligó a sonreír.
—Entonces nos iremos juntos. Cuando termine la guerra. —Le tomó la mano y se la llevó al pecho para que sintiera el latido de su corazón—. Cuando termine la guerra. Huiremos a un lugar donde nadie nos conozca. Desapareceremos para siempre. Los ojos de Kaine se humedecieron, pero le devolvió la sonrisa. —Por supuesto.
—Yo cuidaré de ti. Te lo juro, siempre voy a cuidar de ti.
«Te quiero». Se lo dijo en la forma en que lo atraía hacia sí, cuando se encontraban sus bocas, en cómo sus manos le acariciaban la piel, cartografiándolo, memorizando cada detalle que componía su ser, recorriendo sus cicatrices con los dedos.
—Eres mía. Solo mía —le dijo mientras la besaba. —Ahora y siempre.
«Te quiero. Te quiero. Te quiero».
Se obligó a incorporarse. No pensaba morir ni dejar a Kaine atrás.
—La primera promesa que te hice fue que, mientras estuviera viva, sería tuya. Y esa tengo intención de cumplirla.
—Lo hemos conseguido, Kaine. Como siempre soñamos.
Kaine la contempló petrificado, conteniendo el aliento. Sus dedos temblorosos sufrieron un espasmo cuando por fin se atrevió a acariciar la palma de la mano de la niña de manera casi imperceptible, como si temiera que su contacto fuera a envenenarla o a romperla. La pequeña cerró la manita diminuta en torno a su dedo.
Helena lo estudió con atención y reconoció la expresión que se adueñó poco a poco de sus facciones mientras miraba a la personita que se aferraba con tenacidad a él: una posesiva admiración.
Se pasaba horas y horas dormida en brazos de su padre, que se lo consentía todo y más; se acurrucaba contra su pecho mientras él veía a Helena trabajar en la cocina o en el modesto laboratorio que habían preparado en uno de los anexos.