Bajamos hasta la orilla del lago Lemán, al que los extranjeros llaman lago de Ginebra. Él compra helados para los niños, les pide que se sienten en un banco y que esperen allí mientras mamá y papá van a correr un rato para hacer ejercicio. El mayor se queja de que no ha llevado el iPad. Mi marido va al coche a coger el maldito aparato. A partir de ese momento, la pantalla es la mejor niñera posible. No se van a mover hasta haber matado a unos cuantos terroristas en unos juegos que parecen hechos para adultos.