El dolor pareciera, tal vez por ley compensatoria, otorgarnos derechos. De la mano del dolor, por ejemplo, el enfermo grave o terminal puede hacerse un triste, patético tirano. Un gran duelo nos vuelve momentáneamente libres, o al menos así me lo parece mientras veo a los demás detenerse en el umbral de mi pena, poseídos por el miedo o el sobrecogimiento o el pudor. Mi propio gesto, mi espacio, mi silencio, mi voluntad me pertenecen ahora como nunca. También soy dueña absoluta de mi palabra. Es como si la muerte de Daniel me concediera vivir por unos días rodeada por un círculo de impunidad.
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