Me corresponde a mí, finalmente, correr el velo de la incertidumbre y señalar lo que en el auditorio ni sus amigos, ni sus primos, ni sus maestros ni sus exnovias ni casi nadie sabe: que ese muchacho que tuvo amigos y fue amado y se enamoró y estudió con ahínco y pintó y dibujó con pasión, ese que a veces se veía alegre y bailaba y viajaba cada vez que podía, cargó durante ocho años con una aterradora enfermedad mental que convirtió sus días en una batalla dolorosa y sin tregua, a la que él le sumó el esfuerzo desmesurado de parecer un ser corriente, sano como cualquiera de nosotros.

