A un kilómetro de distancia, en el mar, pasaba un pequeño barco donde, entre otros pasajeros, iba un hombre con un cigarrillo recién encendido en una mano y en la otra un fantástico ramo de globos relucientes de color amarillo, naranja y púrpura. Tal vez era un cansado vendedor de globos, padre de muchos hijos, que tomaba un atajo de una costa a la otra de regreso a su casa, sin saber la increíble y bella imagen que ofrecía, arrastrando una lluvia de colores y un hilo de humo sobre las olas azules. Ante la escena exquisita, totalmente inesperada,