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—Porque Estambul no es una ciudad —contestó el cocinero. Se le iluminó el semblante ante la importancia de lo que estaba diciendo—. Parece una ciudad, pero no lo es. Es una ciudad-barco. ¡Vivimos en un barco!
A un kilómetro de distancia, en el mar, pasaba un pequeño barco donde, entre otros pasajeros, iba un hombre con un cigarrillo recién encendido en una mano y en la otra un fantástico ramo de globos relucientes de color amarillo, naranja y púrpura. Tal vez era un cansado vendedor de globos, padre de muchos hijos, que tomaba un atajo de una costa a la otra de regreso a su casa, sin saber la increíble y bella imagen que ofrecía, arrastrando una lluvia de colores y un hilo de humo sobre las olas azules. Ante la escena exquisita, totalmente inesperada,
Paseaban por calles sinuosas, y cada barrio parecía tan distinto que Armanoush comenzó a pensar que Estambul era un laberinto urbano, ciudades dentro de una ciudad.
La brisa cambió en ese instante y Armanoush captó un penetrante olor a mar. La ciudad era un revoltijo de aromas, algunos fuertes y rancios, otros dulces y estimulantes. Casi todos le recordaban una comida u otra, hasta el punto de que había empezado a percibir la ciudad como algo comestible. Llevaba allí ya ocho días, y Estambul cada vez se le antojaba más retorcida y polifacética. Quizá se estaba acostumbrando a ser una extranjera en la ciudad, si no acostumbrándose a la ciudad misma.