Una lucidez gloriosa me permitió vivir esas horas a plenitud, con la intuición despejada y los cinco sentidos y otros cuya existencia desconocía alertas. Las llamas cálidas de las velas alumbraban a mi niña, su piel de seda, sus huesos de cristal, las sombras de sus pestañas, durmiéndose para siempre.

