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¿Dónde andas, Paula? ¿Cómo serás cuando despiertes? ¿Serás la misma mujer o deberemos aprender a conocernos como dos extrañas? ¿Tendrás memoria o tendré que contarte pacientemente los veintiocho años de tu vida y los cuarenta y nueve de la mía?
Mi vida se hace al contarla y mi memoria se fija con la escritura; lo que no pongo en palabras sobre papel, lo borra el tiempo.
Hoy es 8 de enero de 1992. En un día como hoy, hace once años, comencé en Caracas una carta para despedirme de mi abuelo, que agonizaba con un siglo de lucha a la espalda.
La escritura es una larga introspección, es un viaje hacia las cavernas más oscuras de la conciencia, una lenta meditación.
Hace once años escribí una carta a mi abuelo para despedirlo en la muerte, este 8 de enero de 1992 te escribo, Paula, para traerte de vuelta a la vida.
Es imposible retroceder en el tiempo, no debo mirar hacia atrás, sin embargo no puedo dejar de hacerlo, es una obsesión.
un consejo inolvidable, que he aplicado en los momentos cruciales de mi vida: piensa que los demás tienen más miedo que tú.
El hospital es un gigantesco edificio cruzado de corredores, donde nunca es de noche ni cambia la temperatura, el día se ha detenido en las lámparas y el verano en las estufas.
Las miserias de la enfermedad nos igualan, no hay ricos ni pobres, al cruzar este umbral los privilegios se hacen humo y nos volvemos humildes.
Un día más de espera, uno menos de esperanza. Un día más de silencio, uno menos de vida. La muerte anda suelta por los pasillos y mi tarea es distraerla para que no encuentre tu puerta.
Para ese viejo valiente, mientras más profunda la herida más privado era el dolor.

