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La vejez es una isla rodeada de muerte. JUAN MONTALVO
Era imposible conseguir que la gente se comportara como es debido, e inmiscuirse en sus asuntos, aunque fuera con las mejores intenciones, convertía amigos en enemigos con demasiada frecuencia.
En cierto modo, el enojo era un alivio. En cualquier caso, era mejor que reptar por un mundo en el que todo había adquirido un siniestro matiz grisáceo.
«Gracias por recordar que todavía soy un ser humano», decía aquella sonrisa. «Y gracias por tratarme como a un ser humano.»
Justo antes de irse me ha dicho que no es malo que quiera a Ed. «No puede ser malo —ha dicho— porque el amor no sale de un grifo que puedas abrir y cerrar cuando te dé la gana», pero que tenía que recordar que mi amor no podía solucionar sus problemas, que ni siquiera el amor que Ed sentía por Natalie podía solucionar sus problemas, y que ninguna cantidad de amor, por grande que fuera, me quitaba la responsabilidad de cuidar de mi hija.
hacerse viejo era como tomar un postre malo después de una comida excelente.
La mayoría de los profesores retirados son cínicos, Ralph —explicó McGovern al tiempo que se encogía de hombros—. Los ves llegar, tan jóvenes y fuertes, tan convencidos de que ellos serán diferentes, y más tarde los ves hundirse cada vez más en la porquería, igual que sus padres y abuelos.
También había oído las risas procedentes del parque. Sin duda, también habían llegado a oídos de McGovern, pero con toda certeza, creía que se reían con él, no de él. A veces, pensó Ralph cansado, un ego algo henchido podía constituir una buena protección.
. La gente ha perdido completamente el sentido de la proporción, ¿sabe? —Sí —asintió Ralph—. Si la gente tuviera cola, creo que la mayoría se pasaría el día dando vueltas para arrancársela.
—Habría apostado cinco dólares contigo a que volvía derechita con el chalado de su marido, empujando ante sí el maldito cochecito de la niña..., pero me habría alegrado mucho de perder. Supongo que parece una locura. —Un poco —replicó Ralph. Sin embargo, sólo lo dijo porque era lo que McGovern esperaba oír. Lo que en realidad pensaba era que Bill McGovern acababa de describir su carácter y su visión del mundo de un modo más sucinto del que Ralph habría podido emplear jamás.
Y para la mayoría de los abortistas (uno de los tipos con los que trabajo los llama Progres) se trata de tener razón. —¿Tener razón? No lo entiendo. —No es suficiente que una mujer pueda entrar en el centro por las buenas y librarse cuando quiera de la molesta cosita que tiene en la barriga; los abortistas quieren que acabe el debate. En el fondo, lo que quieren es que las personas como Dalton reconozcan que ellos tienen razón, y eso no pasará nunca. Es más probable que los árabes y los judíos decidan que se han equivocado y depongan las armas. Yo apoyo el derecho de una mujer a abortar si
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«Claro que estás seguro, Ralph —replicó otra voz—. Los locos siempre están seguros de las locuras que ven y oyen. Eso es lo que los convierte en locos, no las alucinaciones en sí mismas.
Los juegos eran la nota dominante en el merendero..., bueno, en todos los rincones de la Derry de los Viejos Carcamales, pero Ralph creía que los juegos no eran más que la fachada. En realidad, la gente acudía al merendero para estar ahí, para dar el parte, confirmar (aunque sólo fuera a sí mismos) que seguían viviendo alguna clase de vida, ya fuera real o de cualquier otra índole.
Se le ocurrió que ahora tenía la oportunidad de agarrar a Dorrance y tal vez obtener algunas respuestas de él..., aunque lo más seguro era que acabara más confundido que nunca. El viejo Dor se parecía demasiado al gato de Alicia en el país de las maravillas... Más sonrisa que sustancia.
He tenido suerte, había dicho. Yo y John Wayne, los dos hemos tenido suerte. Pero ninguno de los dos había tenido suerte a la larga, por lo visto. Claro que nadie tenía suerte a la larga.
»“Supongo que eso lo entiendo —le digo yo—, pero deberías saber que actuar a espaldas de una persona no es forma de expresar amor y preocupación.”
La cuestión residía en si quería privarse de la compañía de Bill por un estúpido altercado y un montón de tonterías acerca de quién tenía razón y quién no. Ralph creía que no, y si eso significaba pedir disculpas a Bill aunque no lo mereciera, ¿qué más daba? Que él supiera, las palabras «lo siento» no mordían.
También le vinieron de nuevo a la cabeza ideas sobre el vampirismo, así como una frase de un viejo cómic muy famoso: Nos hemos topado con el enemigo, y somos nosotros mismos.
(¿Veis y comprendéis que lo que hacemos lo hacemos con amor y respeto? ¿Que, en realidad, somos los médicos de los desahuciados? Es de vital importancia para nuestra relación con vosotros, Ralph y Lois, que lo comprendáis.)
Había muerto con la dignidad que con frecuencia poseen las cosas sencillas y esperadas. Unos instantes de consciencia acompañada de un ligero aumento de percepción de lo que sucedía a su alrededor y de repente, puf. Recoge mi amor y mi pena, pájaro negro, adiós.
Estas cuatro constantes son la Vida, la Muerte, el Propósito y el Azar.
Que son los mismos que quieren ilegalizar las armas para que la gente no se mate, los mismos que dicen que la silla eléctrica y la cámara de gas son inconstitucionales porque son castigos crueles y poco corrientes. Dicen todas esas cosas y luego van y apoyan leyes que permiten a los médicos, ¡a los médicos!, meter aspiradoras en el vientre de las mujeres y hacer trizas a sus hijos e hijas no nacidos. Eso es lo que más me fastidia.
disparos más allá del coche que bloqueaba la carretera, seguidos de un sonido ronco y rápido, como una tos, que Ralph reconoció gracias a los reportajes sobre guerras civiles en países tercermundistas y asesinatos en ciudades americanas tercermundistas:
por ningún motivo aparente, te derrumbas. Te embarga esa sensación de ¿Y de qué coño sirve?, que no guarda ninguna relación con ningún suceso de tu vida real, pero que, de todas formas, es increíblemente intensa, y lo único que tienes ganas de hacer es volver a meterte en la cama y taparte hasta la cabeza.
En el centro de la hoja, una torre de piedra oscura, del color del hollín, se recortaba contra un cielo azul salpicado de nubes gruesas y blancas.
Tenía la cicatriz entre el codo y la muñeca del brazo derecho, por supuesto, pero incluso empezó a preguntarse si no se la habría hecho mucho tiempo atrás, durante aquellos años de su vida en que no tenía ninguna cana en el cabello y todavía creía, en lo más profundo de su corazón, que la vejez no era más que un mito, un sueño o una cosa reservada a las personas menos especiales que él.
Simplemente la vida, transcurriendo como siempre transcurre, es decir, casi siempre entre líneas y en los márgenes de la página.

