Las edades de Lulú
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Entonces, como tantas otras veces en mi vida, grité con los labios cerrados, grité hacia dentro y hacia el mundo al mismo tiempo, grité sin mover un solo músculo de la cara pero con los músculos del alma estrujados en un puño.
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Hasta que una vez me permitió mantener los ojos cerrados y me corrí, mis piernas se hicieron infinitas, mi cabeza se volvió pesada, me escuché a mí misma, lejana, pronunciar palabras inconexas que sólo sería capaz de recordar a medias, y todo mi cuerpo se redujo a un nervio, un solo nervio tenso pero flexible, como una cuerda de guitarra, que me atravesaba desde la nuca hasta el vientre, un nervio que temblaba y se retorcía, absorbiéndolo todo en sí mismo.
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Yo me había hecho la misma pregunta muchas veces, y aún me lo preguntaría muchas más a lo largo de las oscuras, febriles noches que sucedieron a aquella primera noche, qué sacaba yo en claro de todo aquello, qué me daban ellos, más allá de la saciedad de la piel. Seguridad. El derecho a decidir cómo, cuándo, dónde, cuánto y con quién. Un lugar al otro lado de la calle, en la acera de los fuertes. El espejismo de la madurez.