No había desaparecido el patrón mental que le había convencido, en un empleo tras otro, de que no había descubierto todavía su verdadera vocación. Cuando dejamos a Thomas, en la introducción del libro, el peso de este descubrimiento le había hecho deshacerse en lágrimas. Se sentó en el silencioso bosque de robles que rodeaba el monasterio y lloró.