La larga marcha
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Los espectadores ya pertenecían a otro mundo, en modo alguno relacionado con él. Podían perfectamente estar tras una gruesa cristalera blindada.
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–Ella se llamaba Priscilla
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Se preguntó si no estarían mejor muertos, y rehuyó tal pensamiento con inquietud. Sin embargo, ¿no era cierto? La verdad era inexorable. El dolor de pies se duplicaría, antes de que llegara el final, y ya le parecía insoportable ahora. Y ni siquiera el dolor era lo más insoportable. Lo peor era la muerte, la muerte constante, el hedor a carroña que impregnaba sus fosas nasales.
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El dolor de los pies y las piernas parecía pertenecer a otro individuo, con el que sólo mantenía una ligera relación, y con un pequeño esfuerzo podía controlar los pensamientos.