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«Son cosas irreconciliables, Alice. No se engañe: el patriotismo es una religión, está reñido con la lucidez.
Porque, cuando el sistema de explotación era tan extremo, destruía los espíritus antes todavía que los cuerpos. La violencia de que eran víctimas aniquilaba la voluntad de resistencia, el instinto por sobrevivir, convertía a los indígenas en autómatas paralizados por la confusión y el terror. Muchos no entendían lo que les ocurría como una consecuencia de la maldad de hombres concretos y específicos, sino como un cataclismo mítico, una maldición de los dioses, un castigo divino contra el que no tenían escapatoria.
Una vez más se dijo que los brasileños tenían con su cuerpo una relación saludable y feliz, muy distinta de la de los peruanos, por ejemplo, quienes, al igual que los ingleses, parecían sentirse siempre incómodos con su físico. En cambio, aquí, lo lucían con descaro, sobre todo quienes se sentían jóvenes y atractivos.
No se trata de ganar. Claro que vamos a perder esa batalla. Se trata de durar. De resistir. Días, semanas. Y de morir de tal manera que nuestra muerte y nuestra sangre multipliquen el patriotismo de los irlandeses hasta volverlo una fuerza irresistible. Se trata de que, por cada uno de los que muramos, nazcan cien revolucionarios. ¿No ocurrió así con el cristianismo?