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—Las mujeres pueden ser heroínas.
«Las mujeres pueden ser heroínas». Jamás le habían dicho algo así. Ni los profesores de Santa Bernadette ni sus padres. Ni siquiera Finley. ¿Por qué jamás se le había pasado por la cabeza que una chica, una mujer, pudiera ocupar un lugar en la pared del despacho de su padre por hacer algo heroico o importante, que una mujer pudiera inventar o descubrir algo o ser enfermera en el campo de batalla, que literalmente pudiera salvar vidas?
¿Cómo podía una mujer abrir los horizontes de su mundo? ¿Cómo se emprendía un viaje sin invitación? Para Finley era fácil: a él le habían dado el camino trazado. Solo tenía que hacer lo mismo que habían hecho todos los McGrath y Alexander: servir a su país con honor y luego hacerse cargo del negocio inmobiliario de la familia. Nadie había sugerido a Frankie un futuro más allá del matrimonio y la maternidad.
Si a un gran hombre como el presidente Kennedy lo disparaba un rojo en Dallas a plena luz del día, ¿cómo iba a sentirse seguro el estadounidense de a pie? Todos estaban de acuerdo en que no se podía permitir que el comunismo prosperase en Asia, y Vietnam era el lugar para cortar su avance.
Los McGrath y los Alexander siempre han servido al país. Os llevasteis un alegrón cuando Finley se alistó voluntario. —Al país lo sirven los hombres —replicó el señor McGrath con sequedad—. Los hombres. —Se quedó callado un momento—. Espera. ¿Has dicho el Ejército? ¿De Tierra? Nuestra familia siempre ha pertenecido a la Armada. Coronado es una isla de la Marina. —Ya lo sé, pero no me dejaban ir a Vietnam hasta que hubiera pasado dos años en un hospital de aquí —explicó Frankie—. Y lo mismo con la Fuerza Aérea. Dicen que no tengo suficiente experiencia. El único que me dejaba ir nada más acabar
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Por todos los santos, Frankie —dijo su padre, pasándose una mano por el pelo—. Si existen esas normas es por algo. —Échate atrás. Anúlalo. —La señora McGrath miró a su marido y se puso en pie lentamente—. Por Dios, ¿qué vamos a decirle a la gente? —¿Que qué vais a…? —Frankie no entendía nada. Actuaban como si se avergonzaran de ella.
Ni se te ocurra ser una heroína, Frances Grace. Me da igual lo que te hayan enseñado o las historias que te hayan contado los hombres como tu padre. Tú mantén la cabeza baja, aléjate del peligro y ve con cuidado. ¿Me oyes?
«Señora, lamentamos comunicarle que el alférez Finley McGrath ha muerto en combate». «Abatido… en un helicóptero…». «No hay restos… ni supervivientes». No hubo respuesta para las preguntas, tan solo un «es la guerra, señor» en voz baja, como si aquello lo justificara todo.
Hoy vamos a salvar un montón de vidas, Frank. Pero no todas. Nunca se puede salvarlos a todos. —No debería morir solo. —No —reconoció Ethel antes de dirigir una sonrisa cansada a Frankie—. Ve con él y sé su hermana, su esposa, su madre. —Pero… —Tú cógele la mano. A veces no podemos hacer más.
¿Ha visto a Stevo? El soldado Grand. Estaba encargado de mantenerlo a salvo. Llegó al país hace dos días. Mi madre y la suya trabajan en el mismo salón, en Baton Rouge. —Lo he visto —respondió Frankie, aunque le costaba hablar por el nudo en la garganta—. Está bien. Andaba preguntando por usted. El soldado Fournette le mostró una sonrisa desmayada.
Bueno, ¿por qué es? —acabó por añadir Ethel. Frankie se enjugó las lágrimas y volvió la vista a un lado. —¿Qué? —Que si lloras por los muchachos que hemos perdido o por la porquería de tus capacidades como enfermera.
Me pillas en una mala noche. Frankie no supo qué responder. —Hoy ha llegado un amigo del instituto. Jugábamos juntos al fútbol americano. Me ha dicho: «Sálvame, J. C.». —Se le quebró la voz—. Hacía mucho tiempo que no me llamaban así. Y no he logrado salvarlo.
Estabas a su lado cuando murió. Puedes contarle a su familia que no estaba solo. Eso significará mucho para ellos. Créeme, lo sé. Mi hermano murió aquí y lo único que nos devolvieron fueron las botas de otro soldado.
Gracias —le dijo. —¿Por qué? —Por estar ahí, supongo. A veces no hace falta mucho para salvar a un hombre en Vietnam. Con esas palabras, le dirigió una sonrisa falsa y fugaz, y se marchó.
Esa niña recordará tu amabilidad —respondió Jamie—. Puede que toda la vida. Y podrá correr, jugar y llegar a la vida adulta. Aquellas palabras significaron tanto para Frankie que solo pudo asentir. ¿Cómo había sabido ese hombre exactamente lo que necesitaba oír?

