Sus gestos eran los de alguien que mira en vano cada mañana el buzón del correo, los del adicto a un narcótico que, al estirar la mano hacia la redoma, advierte que está vacía y la mano se detiene en el aire... El movimiento de la cabeza cuando suena el teléfono. La sacudida de hombros cuando llaman a la puerta. La ojeada de rastreador en el patio de butacas de un teatro o en el salón de un restaurante. La mirada del que busca algo eternamente. Vivimos así dos años. Y a Judit Áldozó se la había tragado la tierra.

