Señores –exclamé de repente, de todo corazón–, contemplen a su alrededor los dones de Dios: el cielo claro, el aire limpio, la hierba suave, los pájaros, la naturaleza bella y pura; solo nosotros, impíos y necios, no comprendemos que la vida es el paraíso, y bastaría con que quisiésemos comprenderlo para que surgiera en ese mismo instante en todo su esplendor, y nos abrazaríamos llorando...»