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como el instigador de esas violaciones. Ambos
Hay disidencias entre sus miembros, una reorganización en el extranjero, una contraofensiva en 1979: otra historia.
«¿Por qué elige las historias, con qué criterio?» A lo mejor por preguntas de hace dos décadas que quedaron flotando en el viento.
El fútbol, la cultura, un dirigente comunista. ¿Qué hace ahí la realeza?
Creo que muchos padres no se llegaron a creer que nos pudiera pasar lo que nos pasó. Y otros se sentían impotentes para frenarnos. A ver quién frenaba a esta fiera. Porque éramos fieras. Yo le llegué a pedir a mi padre que me trajera en sus vuelos repuestos de armas desde Estados Unidos para la organización. Y me decía: «Silvina, ¿pero qué me estás pidiendo? Es mi trabajo». Estábamos locos. –¿Qué pensabas de esa respuesta de tu padre? –Pensaba: «Uf, qué conservador es mi padre». Sentíamos que íbamos a cambiar el mundo. Que nuestra vida era superapasionante.
Su potencia proviene del mismo sitio de donde provino todo lo demás: de su naturaleza díscola, de su tremenda incorrección.
Ese dispositivo no parece hijo de la frialdad sino de la anestesia: solo así puede acercarse a una arteria que, de otra manera, no podría ni tocar.
Detrás de esa forma predigerida, repasada, inconmovible, está ella. Por delante, el contenido, narrado con temple: los pezones, el cianuro, la picana eléctrica, la mercancía.
En total, suman nueve meses. Yo, en nombre de esos nueve meses, estuve enamorado de ella desde el año 70 hasta el 85. Quince años.
El ritmo percutido con que las frases se estrellan contra el punto final produce un efecto descarnado, áspero, tristísimo y soberbiamente poético.
En 1973 pasaron dos cosas relevantes: egresó del Colegio y estuvo detenida por primera vez.
Silvia Labayru lleva ropa de verano: jean Oxford, zuecos de madera, remera negra de mangas cortas, una vincha de diseño andino cruzándole la frente al modo indígena, el pelo rubio y abundante, el rostro serio de puma joven.
A veces, ante alguna pregunta, se queda unos segundos en silencio –como si evaluara la posibilidad de hacer una confesión– y después ataca la respuesta decidido, haciendo restallar el relato, incendiándolo o dejándolo morir.
La organización no protegió a sus militantes. Nuestra inmolación no sirvió mayormente para nada. O sí: le sirvió mucho a la dictadura para perpetuarse en el poder, aniquilar el aparato productivo de la Argentina, arrasar con un movimiento sindical que era muy fuerte. No mejoró la condición de la clase obrera, no mejoró la educación ni la redistribución de la riqueza. Pero decirle a la madre o el hermano de un desaparecido: «Mira, la organización en la que militaba tu hijo lo arrojó a los leones, y además tu hijo murió para que nada cambie, al contrario, las cosas después estuvieron peor,
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¿Que no nos reventaron, que no nos derrotaron? Si lo que ocurrió no fue una derrota en toda regla, ya me dirás qué fue.
Hace una pausa. Veo dentro de ella como si fuera transparente: la tentación, de inmediato reprimida, de hacerme depositaria de todo lo que guarda allí y que permanece vivo.
Era maravilloso tener una relación de confianza, porque uno no les tenía confianza a los compañeros detenidos, muchos de ellos te habían marcado o estaban cantando, entregando gente. Uno tenía que estar en guardia con todo el mundo. Pero ante la situación de fragilidad de una niña de veinte años que iba a parir, la sensación de estar a la defensiva desaparecía y lo único que uno sentía era la necesidad de apapacharla. Tenía alguien a quien cuidar. Y eso ella me lo agradecerá a mí, pero yo se lo agradezco a ella, infinitamente. Era una razón para estar viva.
En su tono se mezclan cierta estupefacción –que podría estar producida por un descubrimiento desagradable–, la resonancia de una ira sin cicatrizar –que podría estar producida por preguntas viejas que recuperan su velocidad– y una muy genuina y franca sorpresa:
Le digo que lo que sea estará bien. Quiero ver a ese hombre, hacer un acto de contemplación. Sin él, sin lo que dijo en aquella llamada, ella no estaría aquí. ¿O sí? ¿O fue su astucia? ¿O fue su belleza? ¿O fue su familia de militares? ¿O fue que, simplemente, les dio la gana? La arbitrariedad garantiza el pavor perfecto: infinito.
De modo que, de cara a ese muro impenetrable del presente puro, cada quien dirimía su confianza o su incondicionalidad haciendo equilibrio sobre un aparato psíquico erosionado por el miedo, el desconocimiento y la especulación.
quien escribiera su confesión o testimonio porque no
La maquinaria de olvidar que todos vamos a morir funcionando a tope, como una lavadora a dos mil revoluciones.
cerrar dos plantas y llevó consigo guardias con ametralladoras que se apostaban en los ascensores). Esta mañana usa un suéter azul oscuro de cuello volcado que no le conocía. El vestuario empieza a renovarse y me pregunto cuánta ropa quedará en los armarios del departamento de Hortaleza
El relato, que avanzaba imparable, se traba. Ahora es la pericia forense de un corazón descuartizado: arranca un sentimiento con un hacha, lo exhibe, lo examina, lo describe mientras el sentimiento, en sus manos, pulsa agónico como un pez fuera del líquido.
Meses más tarde, un día en que hablo por teléfono con mi padre, le digo que estoy escribiendo un libro, este libro. Me pregunta de qué se trata. Nunca le he contado. Le cuento. Me dice: «Pasaron cuarenta años. ¿Todavía hay gente que quiere leer estas cosas?». Él mismo se ha pasado años leyendo «estas cosas», pero le digo que no lo sé (y es verdad). Pienso: «Hay historias que no terminan nunca».
albur.
y el esfuerzo que implica el cambio de ciudad, de país, de vida, se alza como la aleta dorsal de un dinosaurio marino y se puede ver el tamaño de todo lo que hubo que mapear desde cero: si en España se manejaba perfectamente con el sistema de salud, si sabía a quién acudir cuando necesitaba reparar el aire acondicionado o la computadora y cuál era la mejor veterinaria para sus animales, en Buenos Aires todo eso debió rearmarse.
Quizás porque siente que, a pesar de todos estos meses, a pesar de todas estas conversaciones, no ha podido transmitir de manera cabal cuál es el color verdadero del pliegue en el que –todavía– vive el espanto.