Eichmann solo necesitaba recordar el pasado para sentirse seguro de que no mentía y de que no se estaba engañando a sí mismo, ya que él y el mundo en que vivió habían estado, en otro tiempo, en perfecta armonía. Y esa sociedad alemana de ochenta millones de personas había sido resguardada de la realidad y de las pruebas de los hechos exactamente por los mismos medios, el mismo autoengaño, mentiras y estupidez que impregnaban ahora la mentalidad de Eichmann.