Quién fuera creyente, pensé, para ir ahora mismo a alguna iglesia, confesarse, aunque ni sé de qué, rezar. Cómo quisiera yo tener mis dioses tutelares, pensé, para sacrificarles algún conejo, dedicarles sahumerios de humo espeso, ponerles frutas, ofrecerles flores. Pero no había Virgen para mí, ni dioses tutelares. Para mí sólo había esas nubes, esas palomas que acababan de pasar, esos árboles, esa abigarrada vacuidad, este lugar del que no se pueden señalar los bordes, ese rosal florecido, esa abundancia inenarrable mecida por el tiempo y armoniosa sin interrupción, tanto cuando era feliz
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