Acostado junto a Sara, con el caracol de nuestras manos todavía sobre mi pierna, pensé que todos, Sara, yo, los tres muchachos, James, Debrah, Venus y Michael O’Neal, parecíamos encerrados por toda la eternidad en una casa en llamas. De vez en cuando abría yo los ojos y veía por la ventana la noche ciega; los cerraba y contemplaba la aflicción que me devoraba por dentro como la zarza ardiente.

