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Dormí casi cuatro horas seguidas, sin soñar, hasta que a las siete me despertó la punzada de angustia en el vientre por la muerte de mi hijo Jacobo, que habíamos programado para las siete de la noche, hora de Portland, diez de la noche en Nueva York.
Me casé con Sara cuando los dos teníamos veintiséis años. Vivimos juntos cincuenta, hasta que se murió del corazón hace apenas dos. No conocí otras mujeres: ella fueron todas. Es difícil de explicar y de entender, pues las mujeres que deseé y no eran ella, las que nunca tuve, tanto como las muy pocas con quienes llegué a acostarme —sin que Sara se enterara, claro, pues hubiera sido el fin—, fueron ella.
Es triste que ahora escriba los chistes que hasta hace apenas dos años hacía cuando Sara seguía viva. «Especie de chistes», habría precisado ella en este caso. Justo entonces a un taxi en el que venía mi hijo mayor lo estrelló la camioneta de un junkie borracho, en la calle Seis con Primera Avenida, a menos de cuatro cuadras del apartamento, y yo, y Sara y todos, entramos en el más profundo de los infiernos.
Han pasado ya tantos años desde entonces que incluso la pena en mi corazón se ha ido secando, como la humedad en una fruta, y es poco frecuente que el recuerdo de lo ocurrido de repente me agite otra vez, como si hubiera sucedido ayer, y me haga tragar fuerte, para controlar cualquier sollozo. Pero aún ocurre, y la congoja amenaza entonces con doblarme. Pero pasa también que a veces pienso en mi hijo, y los sentimientos son tan cálidos que se me ocurre pensar que la vida es eterna, quieta y eterna, y el dolor, una ilusión.
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La verdad no existe, además, y el mundo es sólo música.
Cruel es el lugar común de que la esperanza es lo último que se pierde.
Tan largo sufrimiento, el de él, el mío, el de todos, terminó por barrer las peores acumulaciones de telarañas brumosas de mi alma, las más densas, las más imaginarias, y me dejó casi limpio de tristezas arbitrarias.
Aquí en La Mesa acaba de desplomarse el cielo. Se soltó una granizada enorme y como nuestra casa es antigua, pero en la parte de atrás tiene techo de zinc, el estruendo es magnífico. Es muy raro que en La Mesa caiga granizo. La primera vez que me toca en dieciséis años. Es el estruendo mismo de la luz. Difícil vivir algo más hermoso. Es la destrucción del yo, la disolución del individuo. El aire huele a agua y a polvo y uno no es nadie. No se oye ni para escribir.
Nuestra aflicción era como una nube muy oscura que no fuera a parar de crecer y ya cubriera cielo y tierra.
Cuando pienso en eso y siento la ausencia de Sara y el frío de esta, la inevitable soledad de la vejez humana, debo recostarme un rato, apagar el alma unos minutos como soplando una vela y dormir.
Miré el reloj. Eran ya las doce y media pasadas. El tiempo se nos venía encima como si descargara sobre nosotros piedras o ladrillos.
No sé cuántas veces habremos hecho el amor en tantos años juntos, Sara y yo, miles de veces, pienso, de miles de maneras y en miles de estados de ánimo, tanto en épocas felices como en momentos tan horrendos como el que estábamos viviendo, y cada vez fue diferente, cada vez como si fuera la primera. Dormimos otro rato, aún abrazados y compenetrados.
—¿Y si se arrepiente? —dijo. —¿El médico? —Jacobo. No supe qué decir, no supe qué pensar, no supe qué sentir. Ninguno quería la muerte, ni él, ni ella, ni yo, ni nadie, y la vida se aferra a este mundo con algo parecido al desvarío. La cucarachita a su rendija, la plantita a su hendija del ladrillo o a la roca desnuda.
Quién fuera creyente, pensé, para ir ahora mismo a alguna iglesia, confesarse, aunque ni sé de qué, rezar. Cómo quisiera yo tener mis dioses tutelares, pensé, para sacrificarles algún conejo, dedicarles sahumerios de humo espeso, ponerles frutas, ofrecerles flores. Pero no había Virgen para mí, ni dioses tutelares. Para mí sólo había esas nubes, esas palomas que acababan de pasar, esos árboles, esa abigarrada vacuidad, este lugar del que no se pueden señalar los bordes, ese rosal florecido, esa abundancia inenarrable mecida por el tiempo y armoniosa sin interrupción, tanto cuando era feliz
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Que tu armazón, como en el caracol, sea tan fuerte que pueda permitir la ternura,
Y, claro, también me gustaban por su belleza, las hermanas, y muchas veces tenía que cuidarme de no mirarlas con deseo ni acariciarlas, tal vez accidentalmente, como si fueran Sara. Dos viven todavía, viudas las dos, las dos en Cali, y están tan bonitas como siempre. De vez en cuando las llamo y siento nostalgia, pues me parece oír la voz de Sara.
—Yo no te miro, te admiro, ve. —¡Bobo!
Siento aquí la belleza de la hora, claro, sus medias tintas, me encanta la presencia de los murciélagos en la penumbra, pero me abruma a veces la melancolía. «Ya te dio el autismo», decía Sara cuando me veía encender el primer Pielroja, servirme el ron o la cerveza que me tomo cada día, y quedarme ensimismado mucho rato aquí en el corredor. Y aunque no me considero particularmente romántico ni sentimental, lo cierto es que es esta la hora en que más la extraño y me atormenta su ausencia… «A ver, a ver, cómo es eso de que no sos romántico, David.» Se habría burlado ella, tal vez. «¡Si no me
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«No les hagan caso a los aparecidos, niños, los aparecidos no existen. No se dejen asustar por las creaciones de la imaginación. La muerte no existe, niños. Jacobo siempre estará aquí con nosotros. No tengan miedo, no se dejen confundir, ni asustar», algo así les diría, me imagino, pues ¿qué otra cosa podría decirles su madre? Mientras yo, que siempre he pensado que lo único que hay es la vida, y que perderla, como dice un poeta, es perder todo, me encerraba al oscuro en la habitación a no oír ni ver nada durante algunos minutos. Siempre me he sentido culpable por esta mi incapacidad para
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Les tengo mucho afecto a los dos y me conmueve verlos admirados y ligeramente abrumados por tanto lujo. Para algo tiene que servir la plata, que en casi todas sus otras manifestaciones, al igual que la fama, resulta desagradable, estéticamente repulsiva y muy a menudo horrenda.
«Yo no sé nada, tú no sabes nada, nadie sabe nada. El mundo es sólo cadencia y forma».
La aflicción no es inmóvil; es fluida, inestable, y sus llamas, más azules que anaranjadas y rojas, y a veces de un verde pálido espantoso, lo torturan a uno por un costado en el interior del cuerpo, a veces por el otro costado, a veces por todo el interior y con mucha fuerza, hasta que te ves gritando en silencio como en la famosa pintura de Munch en la que una persona da un alarido sobre un puente.
El tiempo es materia elástica que depende de la alegría o la aflicción.
Sara se acostó sin ropa, pegada a mí, dándome la espalda, y bajó la mano para acariciarme. No penetré en ella, sino que Sara se abrió y me guardó en ella y con la mano me empujó las nalgas para que avanzara hacia el interior de ella, y así confortarme, confortarse, y encontrar la compañía de nuestro amor en el dolor.
Aquí en La Mesa a veces hace frío. Mis hijos me trajeron una cobija eléctrica que se ha vuelto uno de los objetos más apreciados de mi casa. Al principio me impresionaba el cordón umbilical que me unía todas las noches al enchufe de la pared. Eso fue después de que se murió Sara, por supuesto, y el mundo se me puso frío. Es la lentitud creciente de la circulación, dicen, lo que enfría tanto a los ancianos. Pero después perdí esa impresión molesta y pensé con cierta ironía que los viejos nos volvemos niños, y que esta de la cobija eléctrica era la primera señal de la niñez circular, la del
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Hay dos cuadros famosos, no me acuerdo ahora del nombre del pintor, creo que es francés, cuyos títulos son Retrato de un viejo, Retrato de una vieja, y lo que me impresionó, aparte de la gran calidad de la pintura, es que en la edad muy avanzada uno pierde el nombre. No es Retrato de Monsieur Armand, Retrato de Madame Armand, o lo que sea. Viejo y vieja bastan, llegado cierto punto, para explicar del todo a una criatura humana. Vejete, Cucho, Veterano, Vejestorio, Próstata. Los nombres despectivos empiezan a abundar. El ser humano es un simio burlón, implacable. Una tía abuela paterna, Pepa,
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Acostado junto a Sara, con el caracol de nuestras manos todavía sobre mi pierna, pensé que todos, Sara, yo, los tres muchachos, James, Debrah, Venus y Michael O’Neal, parecíamos encerrados por toda la eternidad en una casa en llamas. De vez en cuando abría yo los ojos y veía por la ventana la noche ciega; los cerraba y contemplaba la aflicción que me devoraba por dentro como la zarza ardiente.
Un mundo sin aflicción, pensé, estaría tan incompleto y sería tan poco armonioso, tan feo, como una escultura o un árbol que no tuviera sombra.
Pero pasa que resulta fácil aceptar el dolor cuando no es el propio, y el de mi hijo era más que propio. Mientras hablaba con Anthony, y al mismo tiempo padecía, entendí mejor la expresión en el rostro de Jacobo cuando trataba de hacer vida social, estar con la gente en la sala, mientras lo torturaba el dolor de piernas o de vientre. Hablaba poco en esas circunstancias, pues el sufrimiento no se lo permitía; sonreía a veces, y en la sonrisa podía vérsele el rictus y brillar las lágrimas de dolor que le estaban asomando siempre. Mi hijo mayor.
mientras las llamas me lamían la base de los ojos y del cerebro,
—Ámbar, ¿qué hora es? Me dijo que las cinco y cinco. ¿Segura?, casi le pregunto. Era como si las palabras estuvieran perdiendo ya la capacidad de contener el tiempo, y yo de entenderlo, y los relojes de medirlo.
Lo que son las palabras. Ya había ensayado yo a escribir poesía y cuentos, cuando era muy joven, y no lo había hecho mal. En aquellos días parecía tener más aptitud para eso que para la pintura, pues me venía de familia, en la que había habido escritores. Y ahora que vuelvo a hacerlo después de tantos años me asombra otra vez lo dúctiles que son las palabras; lo mucho que por sí solas, o casi por sí solas, expresan lo ambiguo, lo trasmutable, lo poco firme de las cosas. Son iguales al mundo: inestables como casa en llamas, como zarza ardiente.
Somos micos llenos de mañas menudas, los humanos.
En la vida se mezclan los hechos grandes con los pequeños, y con el mucho paso del tiempo las perspectivas se pierden. Qué es lo pequeño, qué es lo grande, nadie sabe. Nadie sabe si hay cosas menos importantes que otras. Nadie sabe si las cosas tienen algún orden o son arbitrarias.
Esta es la última vez que vengo donde el médico de los ojos. Es la última vez que como mazorcas asadas y me siento bajo el sol en el Parque Nacional. Muchas cosas verán la luz siempre en mi corazón: este parque; el Central Park; el Jardín Botánico de Brooklyn; las esculturas de Rodin del Museo de Brooklyn; el mar de Coney Island; la luz de La Guajira; la luz de Islamorada, en los Cayos; la luz del Medellín de mi infancia; los cerros orientales de Bogotá; el mar de El Farito, en Miami, cuando el huracán aún no le había arrancado los bellísimos pinos australianos que allí había; los cormoranes
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Por fortuna nadie dijo que su muerte había sido lo mejor para él. Era un lugar común desagradable, y además nadie sabía con certeza si era cierto.
Mi vida hasta ahora ha sido buena. Conocí el otro lado del dolor, su otra orilla, y con aceites y pigmentos creí a veces tocar el infinito.

