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Fue muy doloroso. Mi madre se enfadó muchísimo, y me dijo que no quería volver a verme, así que tuve que marcharme unos días a casa de un pariente. Poco después nos llegó la noticia de que mi madre había muerto. La verdad es que nunca pensé que se iba a morir tan deprisa. Si hubiera sabido que estaba tan enferma seguramente me habría portado mejor.
Siempre que me lo repetía, yo le respondía que no me gustaban los cumplidos.
Daba igual lo que yo dijera; ella siempre encontraba un motivo para alabarme.
Cuando estaba desesperado y me daba todo igual, la suerte me hizo pasar un día por delante de la Escuela Superior de Ciencias Físicas, en cuya puerta había un cartel que decía que se buscaban estudiantes. Tras pedir información, me matriculé inmediatamente. Hoy, cuando pienso en lo que hice, veo que debió de tratarse de uno de mis famosos arranques impulsivos.
A pesar de todo, y por sorprendente que pueda parecer, logré graduarme en tan sólo tres años. A mí todo aquello me parecía increíble, pero acepté gustoso el diploma.
No habían pasado ni ocho días desde que aquello ocurrió, cuando me llamó el director de la escuela, algo que me extrañó bastante. Cuando fui a verle, me dijo que había quedado vacante un puesto de profesor de matemáticas en una escuela secundaria en Shikoku[7]. Aunque la paga era de sólo cuarenta yenes al mes, me aconsejó que lo intentara.
Aquel día, en cambio, paseaba rodeado de estudiantes vestidos de negro uniforme, que se apelotonaban en el portalón. Algunos de ellos eran más altos que yo, y al menos a primera vista parecían más fuertes. Sentí cierta inquietud al pensar que aquellos iban a ser mis alumnos.
Sin duda, se trataba de una excentricidad propia de un licenciado universitario. Pero es que además la camisa en cuestión era de color rojo, lo que me pareció más extraño aún. Más tarde, cuando me enteré de que llevaba camisas de ese color durante todo el año, eso acabó de persuadirme de que el tipo estaba mal de la cabeza.
Me presentaron también al profesor de inglés, el señor Koga, un tipo de aspecto enfermizo y de piel verdosa.
Sin embargo, me las arreglé bastante bien para pasar esa primera clase sin incidentes, sobre todo porque nadie me preguntó nada muy difícil.
«GENUINA SOBA — AL ESTILO DE TOKIO». ¡Me encantaba la soba, esos delicados tallarines! Cuando vivía en Tokio, el solo hecho de pasar ante un restaurante de soba y oler el delicioso aroma del caldo humeante que de allí emanaba, me impelía a entrar.
No soy muy inteligente, nunca lo he sido; la mayoría de las veces, si alguien me intenta convencer de algo con astucia, dudo de mí mismo, pienso que tiene razón y que soy yo quien está equivocado, así que acabo cambiando de opinión.