Quería a Bernard; le agradecía ser el único hombre entre sus conocidos con quien se podía hablar de los temas que él creía importantes. Había, sin embargo, en Bernard cosas que le cargaban. La jactancia, por ejemplo. Y las explosiones de propia conmiseración con que alternaba. Y esa deplorable costumbre que tenía de ser valiente a posteriori, lleno —pasado el lance— de la más extraordinaria presencia de espíritu. Detestaba todo eso, precisamente porque quería a Bernard. Pasaba el tiempo. Helmholtz seguía mirando