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y que le impedía continuar. «¿Qué pasa?», le preguntó ella. Y él contestó: «Nada… nada… es sólo que es la primera vez que hago el amor con una mujer casada.»
Nathalie solía llegar agotada al fin de semana. Los domingos le gustaba leer, tumbada en el sofá, tratando de alternar las páginas con los sueños cuando la somnolencia se imponía sobre la ficción. Se cubría las piernas con una manta, ¿y qué más podríamos decir? Ah, sí: le gustaba prepararse una tetera entera, para bebérsela en varias tazas, a sorbitos, como si el té
A Nathalie le gustaba leer, y a François, ir a correr.
Sí, estaba casado. Estaba sumido en lo que él mismo llamaba «la vida de ca(n)sado».
Quizá el dolor sea eso: una forma permanente de estar desarraigado de lo inmediato.
La infancia en Suecia se parece a la vejez en Suiza.
Pero así son las cosas: siempre vamos con cinco minutos de retraso con respecto a nuestras conversaciones sentimentales.
Minutos que uno se graba en la memoria en el momento mismo en que los vive. Segundos que son nuestra futura nostalgia.