«Y ahora estaba casada. Era un crimen, pero un crimen verdadero, no como el de la barca de Trébol, pensar en otros hombres. Don Víctor era la muralla de la China de sus ensueños. Toda fantástica aparición que rebasara de aquellos cinco pies y varias pulgadas de hombre que tenía al lado, era un delito. Todo había concluido... sin haber empezado».