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Lo llamaba por mil nombres. Cuchicheándole al oído. Lo llamaba Cosa bonita y Cosa fea, Lechuza y Pérfido, Extraño y Parte mala. Lo llamaba Verdugo y Ladrón de vida, Querido y Lucero vespertino, Cabrón y Casco redondo, Rey del Averno, Pícaro, Dragón y Príncipe de las tinieblas, León, Gran macho, Rabón, Piel de cabra y Pequeño maestro, lo llamaba Trueno, Mirlo, Cornudo, Cuernín, Cuernines y Cuernoverde. Lo oía reírse a oscuras. Una risa gutural que Bernadeta se tragaba porque apestaba a roca húmeda, a anís y a semen. Le susurraba, Viejo amigo, y Brillo, Brillo de los ojos y del sol y de las
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Las risas como cascabeles.
anhelaba el amor de una muchacha que sentía una gran indiferencia por él.
tendría que haberlo intuido. Tendría que haberlo visto venir, ella, que todo lo veía, que un ser caprichoso y volátil siempre se va. Siempre huye. Siempre se esconde. Siempre se escapa, cobarde. Como un cervatillo, como una serpiente, como una rata. Pero no quiso verlo.
Los animales pequeños que se habían escondido. Los ratones, las comadrejas, las ardillas, los lirones, las ratas, las musarañas, los topos.
–¿Lo veis? –Pero no veían nada porque la noche era oscura, opaca, titilante y lluviosa; estaba hecha de salpicaduras grises, de manchas lóbregas y de sombras tenebrosas.
Dolça entendió enseguida que cuando los niños y los chicos se juntaban decían cosas crueles, pero, de uno en uno, decían cosas bonitas.

