Muchas veces, al atardecer, me sentaba en la playa, a ver como se ponía el Sol, esa esfera gigante que de pequeño me permitía jugar a los videojuegos me seguía atrayendo sobremanera. Las olas del mar me rozaban los pies, y su sonido me relajaba totalmente. Entonces, algunas veces, se acercaba mi padre sigilosamente, se sentaba a mi lado, y sin decir nada sacaba una naranja de su bolsillo, la pelaba, y nos la comíamos entre los dos mientras veíamos fenecer el día, sin cruzar ni una sola palabra, para no romper ese mágico instante. Entonces pensaba que ese era un gran momento. Pensaba que todo
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